El día era reluciente, de una luminosidad cegadora; las calles se iban poco a poco llenando de un bullicio que llegaba a abrumar; el sol nos vigilaba, inclemente, mientras atravesábamos su puerta. Hacía apenas una hora que I., P. y yo habíamos llegado a esta ciudad y ya le teníamos un cariño ineluctable.
Comimos en una huerta que también servía carne y nos acompañamos de El Rincón, de la D.O. Vinos de Madrid, con sus uvas syrah y garnacha filtrándose, potentes y descaradas, en la conversación, en los gestos de complicidad, en los recovecos de esta amistad inveterada.
En un futuro incierto y cercano volveremos, invencibles, a reunirnos. Hasta entonces, desde nuestras nimias distancias, como ya habíamos prometido, nos recordaremos, reviviendo aquellas horas. Y entonaremos de vez en cuando Canta por mí, de El último de la fila.
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